Antes de poner un pie en Buenos Aires, yo pensaba que el tango era cosa de películas antiguas y discos polvorientos. Un capricho vintage de mi pareja Verónica, que insistía en viajar al sur para “sentir esa música que se baila con el cuerpo y el espíritu, no sólo con los pies”. Spoiler: tenía razón.
Por Mario, ingeniero en viaje de 40 años que se alejó de las estructuras por un rato y descubrió la pasión del tango.
Aterrizamos un jueves, con treinta grados que pegaban como si alguien hubiera dejado el horno abierto y un cielo azul que parecía recién brochado con témpera. El taxista que nos llevó a San Telmo hablaba como si el tango le brotara de la garganta, no como opinión, sino como herencia.
—¿Ustedes saben dónde se originó el tango? —nos preguntó, sin mirar por el retrovisor—. Acá cerquita, en estos barrios. Fue la mezcla: inmigrantes, esclavos liberados, criollos. Gente sola, gente triste. Y entonces… se pusieron a bailar.
No sabíamos si todo era cierto, pero no nos importó. La imagen era potente, como para guardarla en la memoria aunque fuera un poco inventada.
San Telmo nos dio la bienvenida con veredas quebradas, faroles que parecían suspendidos en otra época, y un perfume a cuero, café y algo más difícil de nombrar. El primer tropiezo fue mío: una baldosa traicionera me lanzó una ducha inesperada en pleno paseo. Verónica se rió tanto que por poco se va al suelo conmigo. Ahí entendí que en Buenos Aires no se camina: se sortea. Que la ciudad es húmeda, viva y deliciosamente impredecible.
El domingo fuimos a la feria. No hay manera de describirla sin usar palabras como “caos hermoso” o “romance con lo decadente”. Ahí vimos a nuestra primera pareja de tango en vivo: él con traje gastado, ella con vestido de lentejuelas, y un bandoneonista en una esquina que parecía llorar por dentro.
Nos sentamos en el cordón a mirar. Una señora de acento gallego (sí, gallego de Galicia) nos explicó que venía todos los años “a sentir el tango en la piel”. Y sí, algo se te metía bajo la piel. Porque no era solo música: era tensión, roce, nostalgia, deseo, historia.
San Telmo no era sólo un barrio: era un escenario.
En La Boca el tango huele a pintura fresca y sabe a choripán recién hecho, con esa mezcla irresistible de grasa caliente y pan crujiente que se te queda en los dedos y en la memoria. Caminito, con sus casitas coloridas apiladas como bloques de infancia y sus turistas cámara en mano, parecía una escenografía cuidadosamente montada. Bonita, sí, pero algo distante. Hasta que, casi por accidente, nos metimos en una peña escondida detrás de un local de artesanías donde vendían mates de calabaza pintados a mano y cuadros de Maradona.
Dentro, el aire era denso, tibio. Una bombilla solitaria colgaba del techo, y en un rincón, un bandoneón sonaba como si el instrumento estuviera contando un secreto. Fue allí donde conocimos a Lucho, un bailarín profesional con camiseta ajustada y mirada de gato callejero. Ofrecía “clases exprés para valientes”, decía, con una sonrisa torcida. Verónica se apuntó sin pensarlo. Yo… vacilé. Hice ese gesto torpe de sacudir la cabeza con media sonrisa, el de los que se excusan antes de tiempo.
Pero entonces Lucho se me acercó, me tomó del brazo con firmeza y me soltó una frase que me cayó como baldazo de sentido:
—En el tango no hay que pensar. Hay que tocar.
Y ahí fue cuando lo comprendí, sin que nadie me lo explicara: el tango no se baila con los pies. Se baila con el pecho, con la pelvis, con el hueco entre dos cuerpos que se conocen sin hablar. Es una coreografía del deseo y la entrega, del “estoy acá” sin promesas. En ese abrazo apretado, lleno de pausas, de respiraciones compartidas, sentí que no tenía dónde esconderme. En diez minutos me vi más expuesto que en cualquier presentación frente a clientes, más vulnerable y, sin embargo, más vivo.
El tango me desarmó sin violencia. Me obligó a habitar el cuerpo. Y a dejar de calcular, por una vez.
Una porteña que conocimos en un café de San Telmo nos recomendó ir un sábado a Barrancas de Belgrano. “Hay milonga al aire libre, y la gente va a bailar como quien va a misa”.
No exageraba. Entre árboles altísimos y bancos ocupados por señoras con termos de mate, vimos a parejas de todas las edades deslizándose al ritmo de un tango que salía de un altavoz viejo.
Una señora de pelo blanco me sacó a bailar. Se llamaba Rosa. Me dijo que había enviudado hacía años y que venía todos los sábados para recordar cómo era volar.
—En el tango uno no se olvida del cuerpo, ¿sabés? —me dijo—. Te lo devuelve.
Y por unos minutos, me sentí parte de algo más grande que yo. Algo que dolía y gustaba al mismo tiempo.
La última noche fuimos a una tanguería moderna en Palermo donde sonaban versiones eléctricas de tangos clásicos. Ahí escuchamos a una banda que hacía versiones de Piazzolla.
No era lo tradicional, no era lo “de antes”. Era otra cosa: una intensidad moderna, una nostalgia afilada. Verónica me agarró la mano durante Adiós Nonino, y nos quedamos quietos, sin hablar.
Yo, que siempre fui de los que evitan la cursilería, sentí que me agarraba algo en el pecho. Un peso dulce. Como si el tango también sirviera para despedirse de las partes de uno que ya no vuelven.
Antes de volver, compramos un bandoneón de juguete para nuestro sobrino y un vinilo de Piazzolla para nosotros. Mario y Verónica: dos que vinieron a ver y se fueron sintiendo.
En el aeropuerto, Verónica me preguntó si me animaría a ir a clases de tango en Madrid.
—Pero solo si me prometes más resbalones —le dije—. Y más abrazos.
Porque de eso se trata: de abrazarse sin motivo, de bailar aunque no sepas, de dejarte arrastrar por una música que no se explica, pero se queda.
¿Pensando en viajar a América del Sur? No olvides tu seguro de viaje a Argentina. El tango emociona, pero las rodillas agradecen estar cubiertas.