Crónica de Miguel, contador de 40 años que descubrió las maravillas del flamenco
Cuando uno es contador, la vida suele ir por cifras, tablas de Excel y café recalentado. Pero a mis 40 años decidí que ya era hora de sumar experiencias, no solo números. Así terminé en Barcelona, con la idea de probar algo nuevo. ¿Comida catalana? Claro. ¿Paseos por la Rambla? Por supuesto. Pero nunca imaginé que acabaría intentando descifrar cuántos palos tiene el flamenco… a golpe de cadera y con agujetas de regalo.
Todo empezó con una recomendación casual de Clara, una compañera del hostal que conocí durante el desayuno. Entre churros y un mapa mal doblado, me soltó:
—Miguel, si quieres sentir de verdad la ciudad, tienes que ir a un tablao. Hay flamenco esta noche en el Raval.
¿Flamenco en Barcelona? Yo, con mi lógica contable, pensaba que eso era más de Sevilla o Córdoba. Pero resulta que no. La ciudad condal también vibra con la fuerza de este arte milenario.
El flamenco no es sólo música. Es fuego, es lamento, es celebración. Es una forma de contar lo que las palabras no alcanzan. Sentado en ese tablao, descubrí que la característica del flamenco es su capacidad de conectar con algo profundo, casi ancestral, que todos llevamos dentro aunque no lo sepamos.
La guitarra no solo acompaña: llora, ríe, pregunta y responde. El cante no solo canta: narra historias de amor, de pérdida, de vida. Y el baile… El baile es un desafío a la gravedad y a la indiferencia. Ver una bailaora girar con fuerza, taconear con furia, mover las manos como si dibujara en el aire, es presenciar magia en estado puro.
En cada palo del flamenco, hay un universo. La soleá, seria y profunda. La bulería, festiva y rápida. La seguiriya, desgarradora. Y eso apenas es rascar la superficie de los más de 50 estilos que componen este mundo fascinante.
Barcelona, con su mezcla de culturas y su energía viva, ofrece un escenario ideal para descubrirlo.
Entré al tablao y me sentí como quien se cuela en una fiesta privada sin invitación. Las luces tenues, la madera crujiente del escenario, y ese sonido de guitarra que parecía contar historias sin palabras. La bailaora giraba con una fuerza que hipnotizaba. Entendí entonces que la característica del flamenco no era sólo el ritmo, sino la emoción desbordante que se colaba en cada palma, en cada taconeo, en cada mirada.
Entonces sucedió. Alguien gritó:
—¡Voluntarios! ¡Valientes! ¡Al escenario!
No sé si fue el vermut o la mirada de Clara que decía “anímate”, pero ahí estaba yo, subiendo al escenario con la elegancia de un rinoceronte y la coordinación de un pato en patines.
El maestro me enseñó dos movimientos. Zapateo y palma. Zapateo y palma. Fácil. Hasta que mis pies decidieron ir por libre y mis palmas parecían batir huevos en lugar de seguir el ritmo.
Tras ese primer intento digno de TikTok, me senté entre aplausos compasivos y carcajadas cómplices. Y fue ahí, entre el sudor y la vergüenza, que algo cambió. Empecé a escuchar de verdad. El cante jondo me atravesó el pecho, la guitarra me llevó a sitios que ni Google Maps conoce, y la energía del tablao me sacudió.
Volví al día siguiente. Y al siguiente. No a bailar —mis piernas protestaban—, sino a entender. Descubrí que, en cuanto a mi pregunta sobre cuántos palos tiene el flamenco, el flamenco tiene más de 50 palos, y que cada uno cuenta una historia: de amor, de dolor, de fiesta, de lucha. Aprendí la diferencia entre una soleá y una bulería, entre el compás de dos tiempos y el de doce.
En esos días conocí a Jordi, guitarrista que tocaba en la Barceloneta y había aprendido flamenco de oído, y a Salma, bailaora marroquí que mezclaba flamenco con danzas bereberes. Cada uno tenía una historia, un trocito de Barcelona que compartir.
Me llevaron a rincones donde el flamenco se vive como en casa: pequeños bares en Gràcia, espectáculos callejeros frente al MACBA, y clases abiertas donde los turistas torpes como yo nos sentíamos parte de algo grande. Si te preguntas dónde ver flamenco en Barcelona, la respuesta es: por todas partes, si tienes los ojos y el alma abiertos.
A veces no necesitas un escenario para sentir el arte. Una tarde cualquiera, paseando por Gràcia, escuché un zapateo que salía de una plaza. Allí, una bailaora con falda roja y pies descalzos danzaba sobre la piedra. No había focos ni entradas vendidas, solo un corro de curiosos hipnotizados. El flamenco, así, hecho carne y espontaneidad, curaba el alma del barrio y arrancaba sonrisas a propios y turistas. Un niño imitaba el ritmo, un abuelo palmeaba sin mirar, y yo… me dejé llevar.
En el Born, entre tapas y vino, creí que la noche terminaría como cualquier otra. Hasta que alguien apareció con una guitarra y una voz ronca que hizo silencio hasta en la cocina. Cantó una soleá que helaba la piel y caldeaba el corazón. No había baile, solo emoción pura. En ese momento entendí que el flamenco no siempre se baila: a veces te abraza, te sacude, te rompe y te recompone. Esa noche, el flamenco fue magia que se sienta a la mesa y convierte una cena en leyenda.
Después de mi debut torpe pero valiente sobre el tablao, entendí que el flamenco no se conquista en un día… pero al menos puedes sobrevivirlo con algo de gracia (y un par de consejos prácticos). Así que, si como yo, quieres sumarte a la fiesta flamenca sin acabar con el tobillo vendado, sigue esta guía:
Pies bien apoyados, espalda recta y mirada al frente como si tuvieras una misión. Porque la tienes: ¡no tropezarte! El flamenco empieza con actitud.
No vale con agitarlas al azar. Hay que moverlas con intención, como si estuvieras encantando al público (o llamando a las palomas de la plaza).
No hace falta perforar el suelo. Golpea con ritmo, no con furia. Escucha la guitarra, siente el compás y olvida que tus pies no han hecho esto antes.
Palmea al ritmo, no como si cantaras el “Cumpleaños feliz”. Hay palmas sordas y palmas claras. Aprende la diferencia, y tus manos serán parte de la orquesta.
El flamenco no se baila, se siente. Si lo haces con pasión, incluso tus pasos torpes tendrán encanto. Y si no, al menos te ganarás unas buenas agujetas… y una anécdota épica.
¿Mi consejo final? No te preguntes tanto cuántos palos tiene el flamenco, no quieras adivinar el futuro o evitar caídas. Disfruta el presente. Lleva calzado cómodo, ríete de ti mismo y déjate llevar por el compás.
Regresé a mi rutina de números con algo que no cabía en ninguna celda de Excel: el recuerdo de una ciudad que me enseñó que el arte puede romper esquemas, que el duende existe, y que las agujetas también pueden ser una medalla de honor.
Y como buen contador —previsor hasta el final—, si vas a Barcelona y decides dejarte llevar por su magia (o por el impulso de zapatear como si no hubiera un mañana), no olvides este consejo práctico: lleva tu seguro de viaje a Barcelona. Que las únicas sorpresas sean buenas, y que el flamenco te deje huella… pero no en forma de factura.