Sólo quería volver a casa después de un congreso en Berlín. Pero en lugar de llegar al aeropuerto, terminé corriendo por Alexanderplatz detrás de una mujer idéntica a mí. Perdí el vuelo, casi la cordura, y confirmé algo que sospechaba desde siempre: Berlín no es una ciudad, es una película de Wim Wenders donde los personajes no se explican y los ángeles te observan desde el S-Bahn.
Por Virginia, barcelonesa que se metió en un cuento laberíntico durante su estadía en Berlín, y casi no pudo salir de allí.
Me desperté con una angustia adherida al paladar y el pelo como si hubiese dormido bajo un ventilador de tormentas. Eran las 14:22. El vuelo salía a las 18:10. Todo bien. Nada bien.
Desplegué mi mochila sobre la cama del hostel con la precisión quirúrgica del pánico: camisetas arrugadas, calcetines sin pareja, una postal del Muro, una botella vacía de Club Mate, una guía de Berlín en la que había subrayado más cafés que monumentos… pero no estaba el pasaporte.
¿Se necesita pasaporte para ir a Alemania desde España? Técnicamente no. Con el DNI basta. Entonces, salí del hostel como una figura de Tati, corriendo con una bufanda a medio enrollar y una angustia flotante.
Fue en la esquina de Boxhagener Strasse donde la vi por primera vez. De espaldas. Mismo abrigo. Misma forma de caminar como contando sílabas. Misma coleta torcida.
—¿Qué…? —susurré, y juro que hasta un cuervo me miró como diciendo: Ay, chica, hoy no levantas vuelo.
La seguí. No podía hacer otra cosa. Berlín se había vuelto difusa, como si los edificios se estuvieran estirando a cámara lenta. Subí al U-Bahn sin mirar el destino. Bajé detrás de ella en Alexanderplatz, ese lugar que parece construido por algún dios soviético minimalista con insomnio.
Ahí todo parece flotar. Las palomas parecen extras de una distopía. El reloj mundial gira con una dignidad que no entiendo. Vi cómo ella —yo— hablaba con un tipo alto, rubio, con gafas redondas que claramente escuchaba Kraftwerk desde la cuna.
Quise acercarme, pero tropecé con un grupo de turistas holandeses armados con palos de selfie y un entusiasmo que rayaba el delirio. Cuando levanté la vista, ella ya se subía a un tranvía. Corrí. Subí. Pero ya no era lo mismo. Acabé en Karl-Marx-Allee, frente a edificios que me miraban como si yo fuera un paréntesis en su simetría.
Me senté en un banco. Miré mis manos. Y por un momento, no supe si me estaba persiguiendo a mí misma, a una versión alternativa… o si Berlín me estaba haciendo el viejo truco wendersiano de las identidades borrosas.
No era solo que se pareciera a mí. Era que parecía formar parte del paisaje como si siempre hubiese estado ahí. Como si Berlín la hubiese diseñado con los mismos códigos con los que dibuja sus sombras al atardecer.
Cada vez que la veía, estaba rodeada de concreto, vidrio o historia. De pie frente a un mural de Thierry Noir, parecía una pincelada más. Cruzando un puente sobre el Spree, era apenas un trazo sobre el agua. Entre columnas del Altes Museum, su silueta parecía responder al mismo canon que las estatuas decapitadas.
Era idéntica a mí, sí, pero también era distinta. Tenía algo más ligero en la postura, como si no cargara lo mismo. Caminaba como si Berlín la conociera y la dejara pasar sin pedirle explicación. Era como esos personajes de Las alas del deseo: presente, pero intangible. Observadora. Delicadamente desenfocada.
Hubo un momento, frente a una vidriera en Hackescher Markt, en que vi su reflejo mezclado con el mío. Por un instante, pensé que estábamos una al lado de la otra. Que podía tocarle el hombro. Pero cuando giré, no había nadie. Solo yo. Y Berlín, con esa sonrisa esquiva de ciudad que no termina de explicarse.
Decidí hacer lo que haría cualquier otra persona en mi lugar: esconderme en un museo. Fui al de Pérgamo, que siempre me pareció una broma poética: un altar griego metido en una ciudad que ha sido partida, cosida, reinterpretada.
Y ahí, en la sala del arte islámico, la vi de nuevo. Mi doble. Sola, con una libreta roja. Tomando notas como si estuviera escribiendo un ensayo sobre la ausencia. Tenía la misma forma de girar el bolígrafo. La misma arruga en la frente.
Quise acercarme. Una escolar alemana me embistió con su mochila de dinosaurios y perdí el ángulo. Cuando recuperé la visual, ella ya no estaba. Ni rastro.
Afuera, Berlín seguía como siempre: grafitis que te dicen que vivas, estatuas que no te miran pero te juzgan. Me senté en la escalinata del museo con la sensación de estar dentro de Las alas del deseo, sin ángeles visibles, pero con esa misma extrañeza: ¿y si no soy yo quien la busca, sino ella quien quiere no ser encontrada?
Ya eran las cinco. No tenía pasaporte. No tenía avión. No tenía paz. Entré en una panadería. Pedí un Apfelstrudel por instinto de conservación. El pastel olía a infancia que nunca tuve, y el camarero —un griego políglota con cara de filósofo exiliado— me preguntó si estaba bien.
—¿Hace falta pasaporte para volver a España?
—No hace falta… hasta que lo pierdes —me dijo, sirviéndome un café que parecía una tregua.
Y fue entonces cuando lo recordé: El arte de desaparecer, el libro que compré el primer día en la librería Dussmann. Ahí lo había escondido. El pasaporte. Porque me parecía irónico. Y claro, ahora, también idiota.
Corrí de nuevo, con el azúcar pegado a los labios y el corazón golpeando como los tambores que suenan en las estaciones de metro cuando nadie los espera.
Mientras corría, pensaba: ¿requisitos para viajar a Alemania desde España? Uno: tener documento. Dos: tener cabeza. Tres: aceptar que Berlín no te deja salir sin dejarte algo marcado.
Pero lo que no puede faltar al planificar tu estancia es un buen seguro de viaje a Alemania, que te brinde la tranquilidad que necesitas durante todo tu viaje, incluso si pierdes el pasaporte en el extranjero.
La librería Dussmann no es solo una librería. Es un país paralelo con techos altos, mesas de madera, libros en idiomas que no conoces pero quieres inventar. Encontré el ejemplar. El arte de desaparecer. Lo abrí.
Ahí estaba. El pasaporte. Como si nunca se hubiera ido.
Suspiré. Cerré los ojos.
Y cuando los abrí… ahí estaba ella. En la sección de filosofía. Idéntica. Hasta el lunar en la comisura del labio. Hasta la forma en que se pasaba el dedo por el cuello como si se estuviera asegurando de no desaparecer.
Se giró. Me miró.
Sonrió. No una sonrisa burlona. Una sonrisa de complicidad. De yo también sé lo que está pasando.
Y luego caminó.
Y se perdió entre estantes. Cuando fui a buscarla, solo encontré un espejo.
Me miré. Y no supe si me había estado persiguiendo a mí misma todo el tiempo.
Llegué al aeropuerto con media hora de sobra. Temblando, riéndome. Pasé el control de seguridad como quien regresa de una misión secreta que nadie va a creer.
Me senté frente a la puerta de embarque con el strudel envuelto en una servilleta y un pensamiento que me atravesaba como un rayo mudo:
¿Y si era un ángel?
Como en Las alas del deseo, a veces los seres que parecen humanos son apenas presencias. Ecos de algo que podría haber sido. Quizás mi doble estaba ahí para decirme algo. O para callarlo mejor.
Desde la ventanilla vi Berlín alejarse. Gris, inmensa, silenciosa. Una ciudad que no se entrega a la primera. Ni a la segunda. Una ciudad donde todo es posible, incluso que una versión tuya esté caminando por la misma acera, a diez metros, y no puedas alcanzarla nunca.
Volví con el pasaporte. Pero una parte de mí se quedó allí. La que no corría. La que observaba.
La que sonreía sin miedo.