Lo que empezó como una excursión turística terminó en una especie de hechizo tropical. Bastó una caipirinha, una sonrisa brasilera y un atardecer pegajoso en Ipanema para que el cronista —español, escéptico, ligeramente insolado— olvidara todo lo que sabía del amor. Esta es la historia de Lúcia, que hacía tragos con manos de bruja buena, y de un eu te amo que me cayó encima como un coco maduro: de golpe, sin aviso, y directo al corazón.
Por Marcos, madrileño que descubrió un nuevo tipo de amor en el paisaje carioca.
Era mi primera vez en Río de Janeiro, y yo ya me sentía portugués de cuna tras cinco horas de sol carioca y tres caipirinhas que me dejaron hablando con las gaviotas. No recuerdo bien si llegué a la playa de Ipanema caminando o levitando como un santo embriagado, pero sé que estaba ahí: tumbado como un lagarto ibérico, con la camiseta hecha un nudo y la piel virando del blanco turista al rojo camarón con entusiasmo imperial.
Los vendedores pasaban ofreciéndome pareos, gafas de sol y algo llamado “queijo coalho” que no sabía si se comía o se colgaba. Yo me limitaba a asentir como un dios menor del turismo low cost. Hasta que la vi. Ella. Tenía una coctelera en la mano y una risa que podía licuarte el alma. Morena, de rulos indisciplinados y mirada que parecía conocer todos mis secretos antes de que yo los pensara. Llevaba un delantal con limones verdes bordados y el nombre «Lúcia» en letras doradas. Lúcia…, como luz, como canción de Vinicius. Me ofreció una caipirinha sin decir una palabra. Y claro, yo dije que sí con todo el cuerpo.
Me la sirvió con una ceremonia extraña: golpeó el hielo con la cucharilla como quien llama a los dioses, giró el vaso tres veces sobre la barra de madera, y después lo dejó delante mío como si fuera un mensaje en una botella. La bebí. Y algo se rompió. O se abrió. O se derritió, no sé. Como cuando recuerdas algo que no sabías que habías olvidado.
A la manera de Cortázar, he aquí una guía para elaborar una caipirinha como las que me preparaba Lúcia, aunque sin su voz, su acento, ni sus lunares, que también eran ingredientes fundamentales.
Y ahí la tienes. La caipirinha perfecta. O casi. Porque falta ella.
(Nota: si vas a viajar a tierras cariocas y planeas enamorarte en la playa o perder el sentido entre tragos y tambores, más vale que lleves un buen seguro de viaje a Brasil. El amor puede ser gratis, pero el dengue no lo es.)
No era solo por las caipirinhas. O sí. Porque cada una que me preparaba era distinta: una tenía un toque de jengibre, otra parecía llevar un susurro de menta, y otra, la que me dio el jueves, directamente sabía a la última escena de una película francesa. Lúcia era eso: una cineasta de tragos, una directora de gestos, una actriz que no actuaba.
Decía que cada bebida tenía un estado de ánimo. Había una caipirinha para el desamor, otra para el deseo, y otra para el olvido. Yo le pregunté si había una para quedarse, y me dijo que sí, pero que no la preparaba hace años.
Tenía los tobillos polvorientos y la piel salada. El sol le hacía una aureola en la frente y su sombra caía siempre un poco más lejos de lo que yo podía alcanzar. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, el mundo parecía callarse para escucharla.
Me contó que una vez hizo una caipirinha tan buena que un tipo le propuso matrimonio en la misma playa. Ella se rio y dijo que el amor no era para tomarse tan en serio, pero sus ojos se llenaron de un brillo raro, como de agua a punto de hervir.
Aprendí a decir “obrigado”, “tudo bem” y “mais uma, por favor”. Pero la frase que me partió al medio fue esa que soltó con la naturalidad de quien te pasa el pan: “Eu te amo”.
Estábamos en la playa, con las luces de los chiringuitos apagadas y un murmullo de tambores viniendo de alguna favela lejana. Lúcia tenía la cabeza en mi hombro y el vaso vacío en la mano. Se quedó en silencio un momento, como si sintonizara una frecuencia interna, y luego dijo:
—Eu te amo.
No fue un grito. No fue un susurro. Fue una frase lanzada al viento, como quien lanza una cometa sin saber si volverá. Y yo, cobarde emocional con título universitario, me reí. La besé para no tener que contestar. Porque no sabía qué decir. Porque me estaba yendo. Porque la frase me dolía.
Me fui tres días después, con el hígado rendido y el corazón en huelga. Lúcia no me acompañó al aeropuerto. Me dejó una última caipirinha en la mesa del hostel, con una servilleta donde escribió: Quando quiser voltar, trago gelo.
Desde entonces, cada vez que corto una lima, me acuerdo de su risa. Cada vez que bebo una caipirinha, le hablo. Y cada vez que alguien me dice “amor de verano”, yo niego con la cabeza. No, amigos. Lo de Lúcia no fue de verano. Fue de otra estación que sólo existe en Río.
La llevo en el paladar. Como esos sabores que no sabes reproducir pero se te quedan grabados para siempre. Una mezcla de sal, azúcar y promesas.
Quizás no era amor, o sí. Uno nunca sabe con los cócteles ni con las mujeres que los preparan. Pero hay cosas que no se olvidan: el olor a cachaça mezclado con protector solar, el sonido de su voz diciendo mi nombre como si fuera un bolero, el calor de su mano en mi nuca cuando me quedaba dormido en la toalla.
Dicen que uno no debe idealizar a las personas. Pero a veces el paisaje ayuda, ¿no? Río es una ciudad que te empuja al delirio: con sus playas que parecen diseñadas por poetas ebrios, sus favelas con luces de Navidad todo el año, y sus mujeres que hacen de un trago una experiencia mística.
Yo fui a buscar arquitectura y encontré una alquimista. Y ahora, cuando alguien me pregunta qué lleva una buena caipirinha, yo contesto sin dudar:
—Lima, azúcar, hielo, cachaça… y una mujer que te diga eu te amo cuando menos lo esperas.